viernes, 14 de mayo de 2010

El Ejército

El Ejército

El inicio del siglo XIX marco el origen de los ejércitos nacionales, al pasar de ser un instrumento del rey a estar al servicio de la nación. Este proceso tuvo sus antecedentes en la Revolución Francesa (1789), que convirtió a las guerras en una cuestión que afectaba a los pueblos y no únicamente las clases dirigentes. Ello permitió a Francia la puesta en práctica del servicio militar obligatorio (levé en masse, establecido en 1793), lo que le concedió una notable superioridad numéricacon respecto al resto de los ejércitos europeos. Todas estas innovaciones permitieron a Napoleón formar el ejército más potente de Europa e invadir la Península Ibérica, hecho que contribuyó decisivamente a cambiar el Ejército español.

La Guerra de la Independencia (1808-1814) propició la identificación entre la población y las instituciones militares, las cuales trasladaron la fidelidad del monarca a la nación. Es asimismo significativa la general aceptación del servicio militar obligatorio (Constitución de 1812) como forma de manifestar la soberanía popular.

Al finalizar la guerra, Fernando VII aceptó las medidas reformistas de la Constitución de 1812, parte de las cuales se vio obligado a aceptar durante el Trienio Constitucional (1820-1823).

La ley Constitutiva del Ejército (1821) restableció el servicio militar obligatorio para todos los españoles varones entre los 18 y los 50 años, así como la diferenciación entre las tropas permanentes y milicias nacionales. Las Cortes eran las encargadas de fijar un contingente anual repartido entre las provincias en proporción a su población censada, circunstancia que no pudo evitar que el reclutamiento siguiese siendo fraudulento.

La invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis (1823) y la reinstauración del absolutismo supusieron un nuevo retroceso para la modernización de las estructuras militares, además de la separación del Ejército de más de trece mil oficiales y la sustitucion de la milicia nacional por voluntarios realistas. El ejército fue reformado siguiendo las pautas tradicionales, hecho que posibilitó al monarca recuperar sus antiguas facultades de decidir libremente los ascensos a partir del grado de coronel y restablecer la exigencia del origen nobiliario o hidalgo para el ingreso en las academias de oficiales.

Durante la I Guerra Carlistas (1833-1840) el Ejército Liberal llegó a contar con 207.000 soldados de infantería y 14.000 de caballería, dirigidos por una mediocre oficialidad; el carlista estaba compuesto en 1838 por 103 batallones, escasamente apoyados por la caballería y la artillería. Al finalizar el conflicto civil el Ejército se redujo a 90.000 hombres.

Durante el siglo XIX, en especial a partir de la I Guerra Carlista, se produjo un proceso de polítización de la jerarquía castrense que derivó en la intervención activa de los militares en el régimen parlamentario. Ello se debió fundamentalmente a cuatro causas:

- las guerras, que pusieron a los jefes castrenses en la relación con los políticos de quienes dependía la orientación global de las conflagraciones,

- a su utilización por parte de los gobernantes (Fernando VII buscó su respaldo para defender los derechos dinásticos de su hija Isabel, futura Isabel II),

- a su intención de apoyar la consolidación de las instituciones liberales,

- y a la corrupción civil.

Las guerras carlistas hicieron que el ejército se convirtiera en la única garantía de la pervivencia en el trono de Isabel II. Fue un apoyo indispensable para forzar a la Corona a entregar el poder a moderados o progresistas. Como consecuencia, una de las características del ejército español durante el siglo XIX fue su constante presencia en la vida política. Los jefes de los partidos eran altos cargos militares (Narváez, Espartero, Prim, O'Donnell), los oficiales se distribuían entre las diferentes opciones ideológicas y la sociedad se acostumbró con demasiada facilidad a solucionar sus problemas por la vía de las armas.

Con todo, no se trataba de un sistema político militar, puesto que el ejército nunca ejercía la iniciativa de arrebatar el poder al elemento civil, sino que actuaba como mero brazo ejecutor de la conspiración política. Ello evidenciaba la debilidad de los grupos civiles y, sobre todo, del propio sistema de partidos, sin influencia social y temeroso de otorgar fuerza electoral al pueblo.

Evaristo San Miguel decía: “Tiene el ejército sus jefes: éstos su ambición y su partido”. Por tanto, como ya hemos mencionado, el ejército será un gran protagonista político activo en los acontecimientos que estén sucediendo en estos tiempos.

Habrá una relación entre los líderes de los partidos con los líderes de los ejércitos. Los partidos necesitarán el apoyo del ejército o de la Corona para llegar al poder.

Su presencia en todos los acontecimientos políticos del siglo XIX es constante; buen ejemplo de ello es el papel desempeñado por Espartero y Narváez en la década de 1840, por O'Donnell en el Bienio Progresista (1854-1856) y en los años posteriores, o por Prim, Serrano y Pavía durante el Sexenio Democrático (1868-1874).

Además de su masiva participación en las instituciones (en 1853, 93 de los 314 miembros del Senado eran generales), su influencia se extendió igualmente a los poderes económicos, como la demuestra la presencia del general Serrano en la presidencia del Consejo de administración de los Ferrocarriles del Norte.

En cuanto al pronunciamiento, el término, aparecido en España durante el siglo XIX, alude al hecho que el líder la rebelión se "pronunciaba", es decir, se dirigía a las tropas con un manifiesto en el que explicaba las razones de su actuación.

Desde el punto de vista castrense, la sublevación estaba legitimada, si se efectuaba contra los abusos del poder, ya que las Fuerzas Armadas era un instrumento de la voluntad nacional. No debía confundirse, por tanto, la verdadera disciplina con la obediencia ciega. A pesar de las apariencias, los alzados no solían actuar como militares, hasta el punto que, por lo general, eran los civiles los que pedían al Ejército que interviniese.

Así, en algunos casos, como los generales Juan Prim o Leopoldo O'Donnell, resulta difícil discernir dónde acababa el jefe militar y dónde empezaba el político.

El mecanismo del pronunciamiento, tal y como lo describe el historiador Pierre Vilar, seguía un esquema claramente definido: los exiliados políticos y las sociedades secretas, al no tener un cauce legal para optar al poder, escogían como portavoz de sus aspiraciones a un general. Éste, a su vez, arengaba a sus tropas, efectuaba detenciones y sustituía a las autoridades de la ciudad donde estaba acuartelado. Tras tomar el control de la ciudad, a través de telegramas y mensajeros, se invitaba a otras guarniciones a que se sumasen a la rebelión. Por su parte, el Gobierno solía afirmar que tenía la situación bajo su control, lo que acostumbraba a ser verdad -no hay que olvidar que la mayoría de los pronunciamientos fracasaron.

Fue durante la traumática transición del absolutismo al liberalismo, cuando el pronunciamiento se convirtió en una constante de la vida política española.

En 1814, nada más recuperar el trono que la había arrebatado Napoleón, Fernando VII abolió la Constitución de Cádiz (1812). A partir de entonces, diversos pronunciamientos liberales intentaron en vano restablecerla, Espoz y Mina se sublevó en Navarra (1814), y al año siguiente Porlier hizo lo mismo en La Coruña. En 1817, Luis de Lacy y Francisco Milans del Bosch se rebelaron en Barcelona, y fracasaron por culpa de deficiente organización. En 1819, Vidal se alzó en Valencia, pero fue apresado y ejecutado. Finalmente, en 1820, el comandante Rafael del Riego se pronunció en Cabezas de San Juan (Cádiz), al frente de las tropas que iban a partir hacia América paa sofocar el independentismo de las colonias. En un primer momento, pareció que la sublevación no tendría éxito, pues sus hombres vagaron por Andalucía ante la indiferencia del pueblo; sin embargo, la rebelión de ciudades como La Coruña, Zaragoza y Barcelona hizo posible el éxito de los liberales. El rey, acorralado, pronunció su famoso "marchemos francamente y yo el primero por la senda constitucional", en lo que parecía el acatamiento de la situación revolucionaria que dio lugar al Trienio Liberal (1820-1823); sin embargo, en 1823, la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis le devolvió el poder absoluto. Durante los últimos años de su reinado tuvieron lugar, sin resultados, nuevos pronuciamientos, como el desembarco frustrado (1831) de Torrijos, que fue apresado y fusilado.

El reinado de Isabel II (1833-1868) fue el período de mayor auge del pronunciamiento, convertido ya en un mecansmo de alternancia en el poder. En 1836, un grupo de sargentos se rebeló en la Palacio real de La Granja y restableció la Constitución de 1812; no obstante, un año después, la reina regente María Cristina (1833-1840) la sustituyó por una carta magna de signo más moderado. En 1840, el general Espartero se alzó contra María Cristina y logró que le nombrasen regente en su lugar (1840-1843).

Ante esta situación O'Donnell se pronunció (1841) en Pamplona sin éxito; mientras tanto, Diego de León trató de raptar a la reina y, por ella, fue condenado a muerte. Finalmente, en 1843, el progresista Prim y el moderado Narváez unieron sus esfuerzos y se levantaron contra Espartero, a quien lograron derrocar. La victoria supusoa un total de 1.427 ascensos para los oficiales golpistas.

Instalado en el poder, Narváez tuvo que hacer frente a 38 pronunciamientos progresistas entre 1844 y 1848, todos ellos sofocados y que se saldaron, entre otras consecuencias, con el fusilamiento del general Zurbano, exilio del generla Ruiz y la condena a muerte del general Prim, que fue indultado.

Sí que triunfó, en cambio, el pronunciamiento progresista de 1854. Un año antes, el conde de San Luis había disuelto las Cortes y comenzado a gobernar por decreto. Los moderados, no obstante se hallaban muy debilitados por las divisiones internas y los casos de corrupción relacionados con la construcción de ferrocarriles, en los que estaban implicados personajes de la familia real.

Ante esta situación, el general O'Donnell decidió encabezar un pronunciamiento de signo moderado para adelantarse a un levantamiento progresista que se intuía próximo. Finalmente, en Vicálvaro (Madrid), las fuerzas rebeldes se enfrentaron a las gubernamentales. Después de unas horas de lucha, y sin que hubiese un vencedor claro, ambos bandos emprendieron la retirada. Poco después, O'Donnell dio a conocer el Manifiesto de Manzanares (7-VII-1854), redactado por un joven político llamado Antonio Cánovas del Castillo. En el documento se manifiesta el deseo de conservar el trono, "pero sin la camarilla que le deshonra", y se expresaba el propósito de "arrancar los pueblos de la centralización que los devora, dándoles la independencia local para que conserven y aumenten sus intereses propios". Sin embargo, O'Donnell no encontró apoyos. Antes que manifiesto se difundies, estalló una revolución popular en ciudades como Barcelona, Zaragoza y Valencia, liberada por progresistas y demócratas. Ante su éxito, y temiendo ser destronada, Isabel II encargó al general Espartero la formación de gobierno, con lo que se iniciaba el llamado Bienio Progresista (1854-1856).

Una vez vuelto el poder al moderantismo (1856), progresistas y demócratas, unidos, trataron de llegar al poder por la vía insurreccional. Su líder más destacado en esta nueva etapa, como Espartero lo había sido en la anterior, fue el general Prim, conocido a la sazón como el "eterno conspirador" por su intervención en numerosos pronunciamientos. En 1866, un primer pronunciamiento, la Sublevación de los Sargentos de San Gil (Madrid, 22-VI-1866), fue reprimido brutalmente y sus protagonistas fusilados.

Sin embargo, dos años después tuvo lugar el pronunciamiento más importante del siglo, el que dio inicio a la revolución conocida como La Gloriosa y acabó con el reinado de Isabel II y su expulsión del país. En Cádiz, la flota y la guarnición se rebelaron contra la reina y proclamaron el sufragio universal, mientras en Alcolea (Córdoba) el ejército isabelino resultaba derrotado. Comenzaba así el Sexenio Revolucionario (1868-1874). Al gobierno de Amadeo I de Saboya (1870-1873) le sucedió la Primera República (1873-1874). Ese año la situación alcanzó un punto especialmente crítico, con tres conflictos simultáneos: la Tercera Guerra Carlista (1872-1876) en el País Vasco, la sublevación cantonalista de Cartagena y otras ciudades y la lucha contra los independentistas cubanos. En este contexto, disciplina dentro del ejército desapareció por completo: los regimientos se negaron a obedecer y los soldados arrancaban las charreteras a los oficiales. Impresionados por esta situación, los generales optaron por apoyar la prícipe Alfonso de Borbón, al ver en él a la única figura capaz de restablecer el orden. El 3-I-1874, el general Pavía disolvió las Cortes y puso fin a la Primera República. El nuevo gobierno, que eludió definirse como monárquico o republicano, estuvo presidido dictatorialmente por el general Serrano, hasta que el 27-XII-1874, el general Martínez Campos se pronunció en Sagunto (Valencia) con la intención de proclamar como rey al príncipe Alfonso, futuro Alfonso XII (1875-1886). Como otros militares, Martínez Campos creía que la restauración de la monarquía era la única manera de devolver el orden al país después de un período de anarquía. ara ello, únicamente ponía la condición que Cánovas asumiese la presidencia del Gobierno. Sin embargo, el político malagueño se sintió profundamente disgustado y afirmó que "se reservaba hacer una solemne protesta que el alfonsinismo era ajeno a ese motín militar". Cánovas prefería que el rey subiese al trono de una manera pacífica, a través de un referendum o por decisión de las Cortes, y nunca en virtud de un pronunciamiento. No obstante, una vez en el poder, consiguió que los Partidos Conservador y Liberal se alternasen pacíficamente en el Gobierno, sin necesidad de recurrir a la violencia. Con respecto a las Fuerzas Armadas, el sistema de la Restauración se fundamentó en un pacto de no agresión entre militares y políticos.


CEPEDA GÓMEZ, J.: El Ejército español en la política española (1787-1843). Conspiraciones y pronunciamientos de los comienzos de la España liberal, Madrid, 1990.

FERNÁNDEZ BASTERRECHE, F.: El Ejército español en el siglo XIX, Madrid, 1978.

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