miércoles, 29 de septiembre de 2010

Provincias de Hispania duante los comienzos de la conquista romana

Provincias de Hispania durante la época altoimperial

Provincias de Hispania durante la´época de Caracalla

Zonas mineras de Hispania

LA AGRICULTURA

Pese a que la expansión de la economía española durante el siglo XVIII se apoyaba sobre un sector agrario que absorbía a más de 70 % de la población activa, el crecimiento de la agricultura fue menor que el demográfico.
Durante la primera mitad del Setecientos, la agricultura conoció una cierta expansión que fue perdiendo impulso a partir de los años sesenta, siendo ya entonces perceptible un cierto cansancio, hasta bloquearse en la década de los ochenta, cuando las malas cosechas se hicieron más frecuentes y surgieron graves problemas de abastecimiento, generalizándose las carestías y las crisis de subsistencia.
Las causas generales de esa evolución pueden resumirse en la falta de flexibilidad del marco productivo, la pervivencia de sistemas de explotación y de propiedad poco evolucionados, y en la timidez de las medidas reformistas destinadas a corregir las carencias estructurales del agro hispano.
El modelo agrícola español del XVIII se hallaba todavía muy condicionado por la fuerte pervivencia de rasgos tradicionales . Entre ellos destacaban los siguientes:
a) La escasez de capitales, ya que la renta agraria fluía en porcentaje considerable hacia la Iglesia y la nobleza, y una parte sustanciosa de ésta no se transformaba en capital al ser redistribuida en forma de asistencia o gastada en mecenazgo por la Iglesia, o absorbida en gastos no productivos por la aristocracia;
b) La nada significativa modificación tecnológica en el utillaje agrario y en los fertilizantes, y la inercia en la práctica de cultivos tradicionales, en los que el barbecho seguía siendo pieza fundamental;
c) Como consecuencia de lo anterior, al quedar muy reducida la posibilidad de lograr un incremento de la producción mediante la intensificación, la única opción posible era la extensiva, mediante la roturación de tierras, en muchos casos, marginales;
d) El peso considerable de la propiedad amortizada, que no sólo encarecía el precio de la tierra, sino que condicionaba, en gran medida, el funcionamiento del sistema agrario;
e) La falta de un mercado interior suficientemente articulado, ya que, como ha probado fehacientemente Gonzalo Anes , los precios de la España interior y del litoral mantuvieron fuertes contrastes a lo largo de toda la centuria.
Pese a que estos aspectos tradicionales siguieron actuando decididamente sobre el campo español, una más detallada aproximación a la realidad española del siglo XVIII nos ofrece un mapa agrícola diferenciado en el que, como mínimo, es posible distinguir tres grandes realidades agrarias: la atlántica, la de la España interior, y la mediterránea.
La agricultura atlántica
Galicia, la cornisa cantábrica y el norte de Portugal compartían una agricultura dotada de dos caracteres específicos: el maíz como cereal básico y determinante del sistema de cultivo, y una acusada fragmentación de la propiedad. El maíz, cuyo cultivo se expandió en el siglo XVII e hizo posible el logro de las más altas densidades demográficas de España en la Galicia costera, era el cereal dominante en el litoral, haciendo posible la rotación trienal sin barbecho, cultivándose los dos primeros años maíz y dedicando el tercero a cereales de invierno (trigo o centeno) o a lino, plantas forrajeras y leguminosas. El mantenimiento de este sistema de cultivo sólo era posible gracias al abono animal, con lo que una adecuada asociación agricultura-ganadería aparecía como indispensable, y es conocido que en Asturias la extensión del maíz hizo necesario tener un mayor número de cabezas de ganado para estercolar adecuadamente las parcelas.
El segundo carácter repercutía negativamente en sus posibilidades de desarrollo agrario. La fragmentación de la propiedad y la acusada parcelación de las tierras de labor, sobre todo en Galicia, era un factor regresivo y de empobrecimiento que venía a incidir sobre territorios densamente poblados y cuya capacidad de ampliar la superficie cultivada estaba prácticamente agotada. Pérez García ha calculado en 1'6 Has. el tamaño de la explotación media en el litoral gallego, y las dos terceras partes de la tierra se hallaban cedidas en arriendos a largo plazo o foro, una realidad con pocas posibilidades de desarrollar un trabajo agrario de alto nivel técnico. En el País Vasco, la Sociedad Bascongada de Amigos del País denunciaba en la segunda mitad de siglo el excedente demográfico que amenazaba con hacer definitivo el estancamiento a que había llegado la agricultura, al imposibilitar la introducción de mejoras organizativas y tecnológicas. Un problema compartido por Galicia y Asturias, que por sus altas densidades, hacía que la relación recursos/población ofreciera pocas posibilidades para superar la barrera a la que había llegado el desarrollo de su modelo agrario, y que anunciaba la crisis del campo en la España atlántica del siglo XIX.
La agricultura de la España interior
Frente a la España atlántica de las altas densidades, se encuentra la España interior caracterizada por su baja densidad demográfica. En ella se incluyen las zonas montañosas de Burgos, León y las tierras del Sistema Central, las llanuras de la submeseta norte, y Castilla la Nueva, Extremadura, Andalucía y Aragón. Si bien hay peculiaridades regionales indudables en un territorio tan extenso y diverso, el conjunto está dominado por una agricultura basada en el cereal, con presencia del barbecho en todos los sistemas de cultivo, y con abundante ganadería ovina para el aporte de los imprescindibles elementos fertilizantes.
El trigo, la cebada y el centeno, seguidos a gran distancia por el viñedo, son los cultivos emblemáticos de esta España interior. Su producción conoció un incremento desde finales del XVII hasta mediados del XVIII, momento en el que los niveles productivos comenzaron a crecer más lentamente hasta estancarse en el último cuarto del Setecientos, obligando a que regiones como Andalucía necesitara acudir al recurso de la importación de grano vía marítima ante un déficit que se hizo crónico en la segunda mitad. No hay constancia que se produjeran en el siglo ilustrado modificaciones sustanciales en el utillaje agrario empleado, en los sistemas de cultivo, ni tampoco una ampliación del regadío, excepción hecha de la construcción del canal Imperial de Aragón que sí posibilitó un notable incremento de la producción en la Ribera del Ebro cuando sus obras finalizaron en 1790. En consecuencia, las potencialidades transformadoras del agro en la España interior fueron poco relevantes, y sus bases técnicas no conocieron innovación alguna. García Sanz y Álvarez Santaló, tras recoger en los protocolos notariales numerosos inventarios de implementos utilizados por labradores segovianos y sevillanos en el siglo XVIII, verificaron que el arado romano y el trillo seguían siendo componentes básicos del utillaje agrícola. El sistema trienal (barbecho-cereal-baldío), y el bienal o de "año y vez" (barbecho-cereal), siguieron siendo los tipos de rotación utilizados, permitiendo la uso del rastrojo entre la siega y la primera labranza del barbecho.
Si el crecimiento de la producción fue posible en la primera mitad del siglo, no obstante el inmovilismo técnico reseñado, se debió a la ampliación de la superficie cultivada mediante la roturación de tierras incultas, pero un modelo de crecimiento basado estrictamente en la extensión, y con rendimientos mediocres, encontró en la década de los sesenta dificultades para seguir desarrollándose. El estancamiento estructural se vio, además, condicionado por un marco jurídico-institucional muy rígido, en el que los privilegios de la Mesta y una elevada concentración de propiedad vinculada en manos de la nobleza y de la Iglesia condicionaba negativamente las inversiones y la apropiación y distribución del producto.
La agricultura en la España mediterránea
Es en Cataluña, Valencia y Murcia donde se vive un mayor desarrollo agrario. Los bajos índices de población existentes en los inicios del siglo XVIII permitió una positiva relación entre las dos fuerzas productivas elementales: la tierra y los hombres.
La extensión de cultivo a tierras yermas fue de gran importancia. En Cataluña, Pierre Vilar ha descrito el proceso de bonificación de tierras insalubres, como el Delta del Ebro, ganado para la agricultura por el esfuerzo de nuevos colonos, o la regresión del bosque, del monte bajo y los carrascales cuyos lindes retrocedieron notablemente ante el auge roturador. En Valencia el paisaje quedó transformado por efectos de la colonización, aterrándose albuferas, drenándose marjales o construyendo abancalamientos en las laderas montañosas. La superficie arrocera extendió notablemente su cultivo por las llanuras litorales próximas a los ríos Júcar y Turia. En Murcia, el avance de las roturaciones fue muy intenso desde fines del XVII a mediados del XVIII en Cartagena, Lorca y en la misma Murcia, afectando a los altiplanos del interior en la segunda mitad de siglo, cuando el incremento de la superficie cultivada produjo tensiones frecuentes con los ganaderos.
Pero a diferencia del resto de España, en la periferia mediterránea la expansión de la agricultura no fue sólo el resultado de un fenómeno de reconquista del suelo, sino también la consecuencia de la intensificación y de la diversificación de los cultivos.
Los progresos del regadío es un elemento determinante de las transformaciones de la agricultura, al hacer posible la supresión del barbecho, aumentar muy notablemente los rendimientos, y permitir la introducción de cultivos hortícolas, frutales, cáñamo o plantas forrajeras. En el litoral catalán las iniciativas individuales para la captación y canalización de aguas fueron numerosas, siendo preponderante el riego a pequeña escala, ya que no cuajaron grandes proyectos hidráulicos, como el canal de Urgell, que no sobrepasará la fase inicial ante su elevado coste financiero. En la costa valenciana, los sistemas de regadío preexistentes de época medieval se ampliaron, construyéndose nuevos azudes y acequias y reparándose presas en desuso, como el pantano de Tibi en Alicante . La prolongación de la Acequia Real del Júcar desde Algemesí a Albal, financiada por el duque de Híjar, o la construcción de la Acequia Nueva de Castellón, fueron inversiones notables que se unieron, como en el caso catalán, el dinamismo de particulares que multiplicaron los pozos, norias y balsas, y construyeron una tupida red de acequias para lograr el máximo aprovechamiento de los recursos hidráulicos. Gracias a ese esfuerzo, la superficie irrigada en la Valencia de finales del siglo XVIII llegaría a superar las 100.000 Has. En Murcia, por último, la ampliación de la red de acequias afectó a la Vega Alta y Media del Segura, y en 1786 comenzaron a embalsar agua los pantanos de Puentes y Valdeinfierno en Lorca, los mayores construidos hasta entonces en España . El control del agua y la posesión de la tierra de huerta eran las bases de la riqueza de la oligarquía murciana del Setecientos.
Las modestas mejoras en el utillaje agrario y en las técnicas agrarias no tuvieron un efecto destacable, quedando limitadas a pequeñas zonas y a iniciativas aisladas. Las labores agrícolas seguían prácticas tradicionales, condicionadas por un insuficiente abonado, y en el secano la rotación bienal o de "año y vez" seguía dominando en las tierras dedicadas al cereal. Fue, no obstante, la diversificación en los cultivos otra característica modernizadora de la agricultura mediterránea, lográndose superar con ella el estrecho marco de la agricultura de autoconsumo. Junto a una agricultura dominada por el cereal y destinada a garantizar la subsistencia de una población en crecimiento, se desarrolló otra orientada al mercado y dotada de gran dinamismo. La vid es el cultivo más característico de esta agricultura orientada a los intercambios, y las cepas dominaron parte de las nuevas roturaciones que se efectuaron en el litoral catalán y en torno a los puertos valencianos desde principios del siglo XVIII, o sustituyeron al cereal en aquellos lugares cuya situación marítima permitía mitigar los problemas de subsistencia mediante la importación de trigo de Sicilia, Cerdeña, el mediterráneo francés o el Atlántico.
Si bien el aguardiente fue uno de los principales artículos del comercio de exportación catalán, y un factor relevante de la acumulación comercial, el arroz pasó a ser el cultivo con mayor dinamismo en la Valencia del Setecientos, componente característico de la dieta valenciana, y con rendimientos próximos, según Enric Mateu , a los 100 Hls. por hectárea, lo cual permitía acumular importantes beneficios a la nobleza, clero y comerciantes urbanos que, siendo el 25 % de los propietarios de arrozales en 1807, controlaban más del 50 % de las 17.700 Has.
La ganadería y la pesca
En la economía campesina, la ganadería era pieza imprescindible. Las faenas agrícolas necesitaban de ganado para las distintas labores que marcaba el calendario, y el estiércol animal era el único fertilizante utilizado; la fuerza muscular del ganado vacuno y caballar era insustituible para el transporte; la manufactura textil pañera se abastecía de la lana de las ovejas merinas, y si bien los preceptos religiosos restringían el consumo de carne un mínimo de dos días a la semana y durante toda la Cuaresma, su consumo era habitual en la dieta de los españoles del Setecientos.
La ganadería lanar era la que predominaba, con diferencia, sobre las demás cabañas ganaderas de España, tanto en número como en rendimiento. Más del 60 % de las cabezas de ganado del país eran ovejas, concentradas en las dos Mesetas, y con densidades muy elevadas en Soria, Burgos y Segovia. Una parte de estos ganados eran trashumantes, y sus propietarios formaban parte de La Mesta, cuyos privilegios seculares se mantuvieron sin merma hasta la década de 1770, permitiendo que en la primera mitad del siglo XVIII la Mesta conociera un fuerte crecimiento y alcanzara un número de cabezas en torno a los 3´5 millones, superior a los niveles logrados en el siglo XVI por la organización mesteña. Sin embargo, a partir de los años setenta, la ganadería trashumante inicia un lento declive a causa de la acción combinada de factores económicos y políticos. Entre los primeros, Ángel García Sanz ha destacado la reducción de los márgenes de beneficios de los ganaderos al aumentar los costos de producción (elevación del precio de los pastos, incremento de los gastos de personal) sin la contrapartida de un ascenso en la cotización de la lana. Entre los políticos, el más importante es la retirada del favor real, y el inicio de una legislación destinada a recortar los privilegios de la Mesta en beneficio de los labradores, permitiendo la roturación de pastos y dehesas, labor en la que destacó Campomanes como Presidente del Honrado Concejo de la Mesta entre 1779 y 1782.
No obstante la importancia de la trashumancia, la mayor parte del ganado ovino era estante y riberiego, y en el secano, donde los sistemas de cultivo imperantes eran el trienal o el bienal, las reses utilizaban el rastrojo, proporcionando el abono necesario para fertilizar los campos.
El ganado vacuno suponía la décima parte del total de la cabaña española. Su mayor presencia se producía en Galicia, Asturias y León, pero era habitual utilizar el buey como fuerza de tracción en la España interior. La carreta de bueyes era en el XVIII, en opinión de David Ringrose , más habitual para realizar transportes a larga distancia que el carro o la galera, impulsadas por mulas, y cuyo uso se generalizaría en el siglo XIX, siendo el conjunto de la cabaña caballar en el Setecientos un 4 % del total.
Más numeroso que el vacuno era el ganado caprino, pero su rentabilidad era menor, ya que sólo era aprovechable su leche y piel, adaptándose a condiciones naturales adversas y utilizando los pastos de menor calidad, por lo que su número era mayor en Murcia y Andalucía que en otras regiones. Y el de cerda tenía interés por constituir el principal aporte de proteínas y grasas a la dieta campesina, siendo importante en Galicia, León y, sobre todo, en los encinares de Extremadura que, según estimaciones de Miguel Ángel Melón , representaba a mediados de siglo el 14 % de la ganadería extremeña.
La pesca, sector todavía mal conocido, concentraba su actividad en el Mediterráneo y la costa gallega, en las que faenaba el 90 % de la flota pesquera española, y con una pequeña participación de la Andalucía atlántica. Los catalanes eran los que dominaban el sector pesquero en esos tres ámbitos geográficos. Conocedores de las técnicas conserveras más avanzadas, los pescadores del Principado crearon factorías para salar sardina y atún en torno a las rías de El Ferrol, Ares y Betanzos, y en el eje Huelva-Ayamonte, siendo habitual que sus técnicas capitalistas, como la pesca de arrastre por parejas, conocida como al "bou" , diera lugar a tensiones con pescadores que seguían utilizando métodos tradicionales o "de cerco", de una rentabilidad muy inferior. Carlos Martínez Shaw y Roberto Fernández han estimado que la población dedicada a la pesca a mediados del siglo XVIII, estaría en torno a los 25.000 hombres .
La política agraria de los gobiernos ilustrados
Como hemos tenido ocasión de comprobar, la realidad de la agricultura española, base económica del Estado, pese a su diversidad, había logrado potenciar modestamente su capacidad productiva gracia a la extensión de la superficie cultivada durante la primera mitad de siglo. Pero en los años sesenta, los síntomas de un decaimiento de la agricultura se dejaron sentir por doquier, aunque con distinta intensidad.
En la España Atlántica, la expansión del espacio cultivado era problemática, ya que se corría el riesgo de romper el equilibrio agrícola-pecuario, imprescindible para lograr los fertilizantes orgánicos necesarios, y la atomización de la propiedad, con explotaciones medias de 1´5 Has. en el litoral gallego, era un factor añadido de regresión.
En la España interior, la ampliación de la superficie cultivada había alcanzado el máximo de sus posibilidades al iniciarse en 1759 el reinado de Carlos III, y la alta mortalidad detectada a partir de 1762 era un síntoma de la quiebra coyuntural que afectaba al campo, y que tuvo en los motines de subsistencia de 1766 su manifestación más espectacular.
La más dinámica España mediterránea tampoco está exenta de problemas en los años centrales del siglo, como lo prueba el alza de precios del cereal y un descenso de los salarios agrícolas, resultado de los rendimientos decrecientes que afectan ya a esta agricultura periférica y a una situación de sobrepoblación relativa. Sin embargo, su situación marítima atenúa la crisis, al posibilitar la importación de grano, y estimula la diversificación de los cultivos, síntoma inequívoco de modernización agrícola.
Estas dificultades de mediados de siglo, y la convicción generalizada entre los pensadores y gobernantes de que la causa de todos los males económicos de España provenía del atraso en que se hallaba la agricultura, y que ésta situación generaba peligrosas tensiones sociales, afectando negativamente al propio potencial de la monarquía y al orden social vigente, pusieron en marcha planes de reforma que, en muchos casos, sólo alcanzaron sus primeras fases, sin llegar a actuaciones concretas, y que en otros sí que dieron lugar a disposiciones legislativas y a realizaciones de diverso fuste, entre las que sobresalieron las obras de regadío en Aragón y Levante, y las mejoras puntuales en la red viaria para facilitar el transporte de productos agrarios, como la apertura del camino de Reinosa que permitía la salida por el puerto de Santander de las lanas y harinas castellanas.
El principal proyecto reformista del siglo fue el "Expediente de la Ley Agraria", iniciado tras los motines de 1766, y que pretendía diagnosticar los males de la agricultura española para darles posterior remedio. Para cumplir ese objetivo se recopiló una gran cantidad de información procedente de la corona de Castilla, pues se consideraba que la situación de la corona de Aragón no era tan preocupante. Según Margarita Ortega se recabaron informes sobre los aspectos considerados más negativos de la realidad rural castellana: la utilización de la propiedad amortizada, tanto de mayorazgos como de "manos muertas"; el reparto de los comunales y baldíos; los contratos agrarios; y los conflictos con la ganadería. La información mostraba el elevado grado de conflictividad existente en el seno de la sociedad rural, y señalaba atinadamente cuáles eran sus males, pero atajarlos suponía cuestionar el orden social imperante, y el "Expediente" no culminó el Ley Agraria . En 1771, un resumen de la gran cantidad de información recopilada fue impreso con el título "Memorial Ajustado para una Ley Agraria", utilizado por Jovellanos en 1794 para su famoso "Informe en el expediente de Ley Agraria" , en el que el ilustrado gijonés defendía una doble vía para restablecer la agricultura: permitir el acceso a la propiedad, creando una amplia capa de propietarios medios, y acabar con la amortización de la propiedad "por ser contraria a la economía civil", opciones que requerían un nuevo marco socio-político y que, en consecuencia, fueron heredadas por nuestros liberales del siglo XIX.
Si bien la Ley Agraria proyectada nunca vio la luz, sí lo hicieron diversas disposiciones cuyo objeto era liberar el mercado interior de granos, retocar los sistemas de propiedad y de posesión de la tierra, y reducir los efectos de la ganadería trashumante sobre los cultivos.
La primera de estas medidas fue la abolición de la tasa que regulaba el precio del trigo en 1765, una decisión controvertida pues el mercado de grano había estado siempre regulado por una legislación paternalista que impedía que en épocas de escasez el precio superara la barrera impuesta por la tasa. Frente a esta opción intervencionista en toda Europa se abría camino la opción liberalizadora de quienes confiaban en que el libre comercio y los precios no intervenidos estimularían la producción, ajustarían el mercado y evitarían los sobresaltos que se vivían en épocas de mala cosecha. Campomanes, fiscal del Consejo de Castilla, era partidario de las tesis liberalizadoras. La pésima cosecha de 1763 y sus efectos negativos en Castilla le llevó a proponer la abolición de la tasa. La hipótesis de Campomanes se basaba en su convicción de que la liberalización estabilizaría los precios, pues en los años de buena cosecha las abundantes compras que haría los comerciantes y el recurso a la exportación impedirían un fuerte descenso del precio, mientras que en los años de escasez, la subida del precio quedaría mitigada por la reventa del grano almacenado y por la importación. La idea de que el "buen precio" fomentaría la producción no tuvo los efectos esperados ni a corto ni a largo plazo. A corto plazo, porque la mala cosecha de 1765 disparó los precios dando lugar a los motines de subsistencia de 1766; a largo plazo, porque la estructura de la agricultura española no permitió que los excedentes sobre el consumo fueran relevantes, beneficiando más a los rentistas que a los productores directos .
La legislación para la reforma de la propiedad fue muy tímida, teniendo en cuenta la elevada concentración de propiedad amortizada y colectiva -- los 2/3 de la tierra en Castilla -- y su incidencia negativa en el nivel productivo. La propiedad nobiliaria era muy importante en la mitad sur de España, con porcentajes en torno al 70 % de la superficie en sus manos en Sevilla o La Mancha, y del 50 % en Extremadura. Algo menor era la propiedad eclesiástica, pero sus tierras eran de mayor calidad y mejor aprovechadas. Las tierras de propiedad colectiva, formada por baldíos, comunales y propios, suponían, según Richard Herr, "la porción más importante del territorio español vinculado" . Mientras que los baldíos, o tierras realengas, eran de titularidad real, las comunales eran tierras propiedad del municipio de uso común por los vecinos, y las de propios eran tierras, también municipales, que se cedían en arriendo, y cuyas rentas pasaban a formar parte de los ingresos de la hacienda local.
El trato recibido por la legislación reformista fue muy distinto en cada caso. La propiedad nobiliaria no sufrió modificación alguna, mientras que la eclesiástica sólo se vio afectada en 1767 en lo concerniente a las propiedades de la Compañía de Jesús, que fueron confiscadas, y en 1798 en la llamada "Desamortización de Godoy" , cuando Roma cedió un 10 % de los bienes de fundaciones administradas por la Iglesia para salvar la pésima situación de la Hacienda de Carlos IV. Sí se actuó con mayor decisión sobre la propiedad colectiva, ya que no afectaba los intereses de los estamentos privilegiados: se cedieron baldíos para el asentamiento de colonos en las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena; se repartieron tierras concejiles para que accedieran a la propiedad a labriegos y jornaleros que carecían de ella; y se estimuló el reparto de las tierras de propios en arriendos perpetuos. En la práctica los efectos de esas medidas fueron limitadas. Felipa Sánchez Salazar ha mostrado el fracaso de los repartos por la resistencia de los poderosos, y por la falta de capitales que impedía a los jornaleros explotar adecuadamente sus lotes, mientras que los arriendos perpetuos de los propios fueron monopolizados por los elementos más poderosos de los pueblos.
Finalmente, la legislación agraria tendió a limitar los privilegios de la Mesta, cuyos intereses chocaban con los de los labradores, dando lugar a tensiones graves en Salamanca, Segovia, Andalucía occidental y, sobre todo, Extremadura. Entre 1779 y 1796, una serie de leyes beneficiaron a los labradores frente a los ganaderos trashumantes: se permitió cercar fincas, se posibilitó el cultivo en muchas dehesas extremeñas, y se suprimieron los alcaldes entregadores de la Mesta, cuyas competencias habían sido la salvaguardia de los privilegios del gran sindicato ganadero .
Los logros de la política agraria fueron modestos por la resistencia de los poderosos, y por la falta de voluntad de los gobernantes por cuestionar aspectos estructurales de la sociedad estamental. El balance general era, a fines del siglo XVIII, poco satisfactorio: la producción se hallaba estancada; no había surgido un número importante de labradores acomodados; ni se habían mitigado las tensiones sociales en el campo sino que, por el contrario, se agravaron éstas en muchos lugares, haciendo posible que la denominada "cuestión agraria" adquiriera la condición de protagonista privilegiado en la historia española de los siglos XIX y XX.

LA POBLACIÓN

El interés poblacionista y las fuentes
El número de hombres fue considerado por los políticos españoles del siglo XVIII como pieza básica de toda política de progreso y, por tanto, potencial primario del proceso histórico. El conde de Floridablanca, impulsor en 1787 del censo de población considerado más fiable de los que se llevaron a cabo durante la segunda mitad de la centuria, afirmaba que el objetivo de ese gran esfuerzo estadístico era "calcular la fuerza interior del Estado". Y el deseo de conocer el número de habitantes y poner ese dato en relación con la realidad económica, fue tema central de numerosos escritos económicos y políticos del siglo.
En la primera mitad de siglo estaba extendida la idea de que el país se hallaba escasamente poblado. Juan Amor de Soria, en su "Enfermedad crónica y peligrosa de los reinos de España y de Indias", redactado en 1741, consideraba que la falta de gentes era la peor de todas ellas , y José del Campillo, ministro de Felipe V entre 1741 y 1743, veía como causas de la despoblación de España el elevado número de eclesiásticos y la emigración a América . Estaba muy difundida la creencia de que el número de españoles era muy inferior en la época a los habitantes con que contaba el país en los siglos XV o XVI. José Cadalso, al escribir en 1775 sus "Cartas Marruecas", cifraba esa pérdida en la mitad: "¿Hablas de población? Tienes diez millones escasos de almas, mitad del número de vasallos españoles que contaba Fernando el Católico. Esta disminución es evidente" .
Incrementar el número de habitantes, conocer la dimensión de ese crecimiento, para poder valorar el acierto o no de la política seguida, y vincular el mayor número de hombres a la capacidad productiva, son directrices básicas de la política ilustrada. Jaume Caresmar , en su "Discurso sobre Agricultura, Comercio e Industria" de 1780, al afirmar que "el número de hombres crece a expensas y a proporción de la felicidad pública", establecía una relación directa entre crecimiento demográfico y desarrollo económico que Campomanes, en el "Discurso sobre el fomento de la industria popular" de 1773, había matizado al distinguir entre número de activos e inactivos: "Debe medirse el valor de la población, más que por el número de habitantes, con atención a la industria de cada uno y a los que viven aplicados u ociosos" .
Este interés por el conocimiento del número de hombres y, posteriormente, de la estructura demográfica de la población, general a todos los gobiernos del siglo XVIII, posibilitó la realización de recuentos de población, cuya calidad estadística fue siendo progresivamente mayor conforme la máquina burocrática borbónica era más eficaz y era menor la hostilidad o desconfianza hacia el fisco.
El primer recuento general efectuado en el siglo se llevó a cabo entre 1712 y 1717 con objeto de repartir las cargas fiscales producidas por la Guerra de Sucesión. Es conocido como Vecindario de Campoflorido, por haber sido dirigido en sus inicios por el marqués de Campoflorido, responsable de la administración de la Hacienda . Su carácter fiscal, la coyuntura postbélica, el todavía poco eficaz aparato administrativo, y el quedar el recuento restringido a vecinos pecheros, hacen que sus resultados sean poco dignos de confianza. A los pocos años de su realización, Jerónimo de Uztariz consideró que el nivel de ocultación estaba en torno al 25 %, y que tras la adición de ese porcentaje debía aplicarse el coeficiente 5 para la conversión de la cifra de vecinos en habitantes. Tras estas correcciones, el mercantilista Uztariz calculaba la población española en torno a los 7'5 millones. Estudios recientes de Francisco Bustelo y del demógrafo italiano Livi-Bacci han estimado un porcentaje de ocultación algo superior al calculado por Uztariz, situando el total de la población española en 8 millones, pues caso de admitir las cifras del Vecindario la tasa de crecimiento entre 1717 y 1768, fecha del llamado Censo de Aranda, hubiera superado un inverosímil 1 % anual y una esperanza media de vida al nacer de 40 años, cota no alcanzada en España hasta las primeras décadas del siglo XX.
De superior calidad estadística fueron los dos recuentos de población -- un Vecindario y un Censo -- que acompañaron la compleja realización del Catastro de Ensenada en 1752. En el Interrogatorio de 40 preguntas utilizado por los encuestadores, la 21 solicitaba el número de vecinos de cada localidad, dando como resultado la cifra de 1.929.530 vecinos para los territorios de la Corona de Castilla. Pero también se confeccionó un Censo que computaba individuos y atendía a la edad, el sexo y estado civil. El resultado que ofrece el Censo es de 6.570.499 habitantes, que extrapolados para las regiones y reinos excluidas del Catastro (Aragón, Valencia, Cataluña, Baleares, Canarias y el País Vasco) atendiendo al mismo porcentaje que corresponde a Castilla en el censo de Floridablanca (un 70 %), la población a mediados de siglo estaría situada en los 9'4 millones.
En 1768, siguiendo instrucciones del conde de Aranda, presidente del Consejo de Castilla, se efectuó el primer censo de ámbito nacional y en el que diferenciaba a los habitantes por grupos de edad, sexo y estado civil, excepción hecha de los viudos. La falta de confianza en la eficacia de la burocracia civil llevó a encargar su realización a la estructura administrativa de la Iglesia, por lo que sus datos se presentan por diócesis, dificultando las comparaciones con los censos posteriores, cuyas cifras vienen dadas por municipios y corregimientos. Sus resultados globales, estimados en 9'3 millones, pecan por defecto, como lo prueba que su total reitere la población calculada para 16 años antes, y por tal motivo es frecuente que los demógrafos prefieran comparar los datos demográficos que ofrece el Catastro con los del Censo de Floridablanca.
El Censo efectuado entre 1786 y 1787 por orden del conde de Floridablanca, ha sido tradicionalmente considerado el más fiable de todos los de la centuria , utilizándose su información no sólo a efectos estrictamente demográficos, es decir la distribución de la población por sexo, edad y estado civil, sino también como fuente para la evaluación de datos económicos o sociales, ya que ofrece cifras de eclesiásticos, número de hospitales, hospicios y casas de reclusión, y una poco desagregada distribución de la población activa. Sus cifras totales ofrecían poco más de 10'4 millones.
El llamado Censo de Godoy, realizado en 1797, ha merecido una suspicacia generalizada que sólo en los últimos años se tiende a paliar . Las dudas, e incluso el rechazo que inspiraba, se basaban en diversas razones, siendo las dos más reiteradas su cifra global de 10.541.221 habitantes, lo que suponía un irrelevante crecimiento de 131.342 habitantes en el período intercensal 1787-1797, y la disminución de unos 200.000 habitantes para Galicia en ese mismo período. Sin embargo, el ritmo de la evolución demográfica española durante el XVIII hace verosímil un crecimiento muy modesto para las dos décadas finales de siglo, y es probable que las crisis demográficas y de subsistencia que conoció a Galicia en ese período produjeran una notable pérdida de efectivos. Pero al margen de especulaciones, el Censo de Godoy supone la más acabada contribución del siglo XVIII español a la estadística demográfica. Vicente Pérez Moreda ha puesto en evidencia la superior calidad de la información que suministra el Censo de 1797 sobre cualquier otro recuento hasta la segunda mitad del siglo XIX: la división por edades se hace por intervalos de 10 años hasta la edad de 100, y la población activa es desglosada en 54 oficios para las actividades manufactureras, y en cinco apartados (labradores, arrendatarios, ganaderos, pastores y jornaleros) para el sector agrario, mientras que es suficientemente amplia la relación de actividades profesionales ubicadas en el sector "servicios".
Junto a vecindarios y censos, los registros parroquiales constituyen una fuente demográfica esencial, aunque limitada al nivel local. Las anotaciones de bautismos, confirmaciones, desposorios y defunciones se enriquecieron y sistematizaron a lo largo del siglo, aunque siguió estando generalizada la falta de inscripción de párvulos fallecidos, y es habitual encontrar una nula diferenciación entre las distintas edades de las personas a las que se da sepultura.

Los ritmos del crecimiento setecentista y las peculiaridades regionales
Aunque es unánime la opinión de que el siglo XVIII español conoce un despegue demográfico y que éste no se produjo con la misma intensidad en todas las regiones, existen diferencias a la hora de apreciar y valorar su auténtica dimensión.
El siglo XVII, excepción hecha de Galicia y Asturias, fue en sus tres primeras cuartas partes de estancamiento demográfico. Pero durante la década de los setenta en algunos lugares, y con posterioridad en otros, la población comenzó a recuperar sus efectivos. En la periferia mediterránea, con tierra abundante y unos bajos índices de densidad, el alza poblacional tuvo un fuerte impulso, registrándose importantes saltos positivos en aquellas parroquias donde ha sido posible comparar las series de bautismos y defunciones. De forma más modesta, el interior castellano, Extremadura y Andalucía también inician su recuperación, aunque no será hasta los años treinta del siglo XVIII cuando logren alcanzar el nivel demográfico que poseían a fines del siglo XVI.
Tras el paréntesis pasajero de la Guerra de Sucesión, la tendencia alcista iniciada a fines del XVII prosiguió con fuerza durante la primera mitad del siglo XVIII al ritmo de un 0'43 % anual, pero ese dinamismo fue perdiendo impulso conforme se avanzaba en la segunda mitad de la centuria. La tasa de crecimiento anual era del 0'32 % entre 1752, fecha del Catastro, y 1768, Censo de Aranda, mientras que tan sólo alcanzaba un 0'28 % entre 1752 y 1786-1787, momento en que se ejecutó el Censo de Floridablanca. Los entre 7'5 y 8 millones que el país tenía aproximadamente hacia 1717, eran en 1797 algo menos de 11 millones, un crecimiento modesto, más intenso en la primera mitad del siglo, poseedor todavía de las características propias del ciclo demográfico "antiguo", y próximo al que conocieron para el mismo período Italia o Francia.
Pero este crecimiento no fue uniforme, sino enmarcado en importantes contrastes regionales, que oscilan entre el tímido aumento de las zonas sujetas a una baja presión demográfica, como Galicia y la cornisa cantábrica, y las más dinámicas del litoral mediterráneo, exponentes típicas de una situación de alta presión demográfica al darse en ellas una relación muy favorable entre recursos y población.
En Galicia y Asturias, el crecimiento demográfico vivido en el XVII por la introducción del maíz dio lugar a que se llegara al siglo XVIII con una de las densidades más elevadas del país, muy acusada en el litoral, saturado de población. La dificultad de un crecimiento de los recursos bloqueó el crecimiento demográfico, teniendo que acudirse al recurso de la emigración hacia Madrid, Andalucía o América, al matrimonio tardío o al celibato definitivo para paliar la presión ejercida por una población que había crecido por encima de los recursos. Aunque no de forma tan acusada ni desde fecha tan temprana, la población vascongada responde al mismo esquema: una superpoblación relativa que fue soportable gracias a que actuaron con intensidad dos controles preventivos, como eran la más alta edad media de acceso de la mujer al matrimonio de toda España (por encima de los 26 años), y la emigración, y cuya importancia era destacada en 1801 por el viajero Alexander von Humboldt con estas expresivas palabras:"Guipúzcoa tiene una población tan crecida que todos los años hay emigraciones hacia el resto de España y hacia América. Podría quizá privarse de 40.000 de sus habitantes sin que se hiciera muy visible por esto el hueco".
Esta realidad de la España septentrional, contrasta con el crecimiento del litoral mediterráneo. El reino de Murcia verá triplicar su población, con un espectacular ritmo de crecimiento medio anual del 2'69 por mil en Cartagena entre 1740 y 1760, el más elevado de todo el siglo XVIII español, como consecuencia de la instalación en la bahía cartagenera del Arsenal en la década de 1730; en Valencia su población crece un 103 % entre 1710 y 1790 gracias a una favorable relación entre la población y los recursos , y sólo se debilita el crecimiento cuando esta relación se deteriora en las últimas décadas de la centuria, lo que también sucede en Cataluña donde una coyuntura demográfica claramente alcista se ve comprometida a fines de siglo. Pierre Vilar ha señalado el paralelismo existente entre crecimiento económico del Principado y su evolución demográfica: una primera mitad de siglo en la que el incremento demográfico se vio favorecido por los bajos precios de cereal; un ritmo menor en los años intermedios cuando los rendimientos decrecientes de la agricultura y el descenso de los salarios agrícolas son la evidencia de una situación de superpoblación relativa, momento que se supera hacia 1770 cuando se consolidan nuevas alternativas comerciales; y una crisis demográfica en el periodo finisecular, que Jordi Nadal ha datado con precisión: a) 1792-1795, relacionada con la Guerra con la Francia revolucionaria; b) 1801-1804, conectada con el alza de precios del cereal; y c) 1808-1812, como consecuencia de la Guerra de la Independencia. Aragón no alcanza las tasas murcianas, valencianas ni catalanas, si bien tiene un crecimiento superior a la media nacional, y si en los inicios del siglo XVIII 4'2 españoles eran aragoneses, su participación en el total nacional a fines de la centuria es de 5'72 %.
El resto del país está en una situación intermedia entre la descrita para la España septentrional y la mediterránea. Andalucía conoció un tímido crecimiento, mayor en su parte oriental y más acelerado en la primera mitad de la centuria. En Castilla la Vieja y León el crecimiento se inicia transcurrido el primer cuarto de siglo, y sus más importantes centros urbanos (Valladolid, Toro, Segovia) siguen a fines del período por debajo de los niveles alcanzados en los momentos más brillantes del siglo XVI. Castilla la Nueva, pese a iniciar su recuperación hacia 1680, sólo logra un crecimiento moderado cuyos mejores momentos corresponden a la primera mitad de siglo. Extremadura, pese a su baja densidad de 9'3 h/km2 en 1752, mantiene un crecimiento muy moderado, con tendencia al estancamiento en las últimas décadas. Como puede apreciarse, una evolución positiva pero modesta y, desde luego, alejada de cualquier calificativo "revolucionario", y cuyos parámetros de natalidad, nupcialidad y mortalidad responden a comportamientos propios de las sociedades tradicionales.
Los parámetros demográficos
En un régimen demográfico antiguo, las instituciones, las costumbres y la propia organización familiar favorecían una alta natalidad que pudiera mitigar los efectos de una elevada mortalidad. Pero la natalidad se hallaba condicionada fuertemente por la intensidad matrimonial, es decir, la edad en que la mujer accedía al matrimonio, y el grado de celibato definitivo existente. En las zonas de baja presión demográfica (Galicia, la fachada atlántica septentrional, Canarias) la edad de acceso al matrimonio estaba situada por encima de los 23 años de media para España, mientras que se situaba por debajo en las regiones de alta presión del litoral mediterráneo, dándose la misma situación respecto al celibato definitivo, con porcentajes del 15 % de mujeres célibes mayores de 50 años en Galicia y Pais Vasco, y del 12 % en Asturias, cuando en el conjunto español la media se encontraba en un 11 %.
La mortalidad era el parámetro más determinante dentro del ciclo demográfico antiguo. Los estudios de Pérez Moreda han demostrado que la imagen saludable con que es presentado el siglo XVIII debe ser revisada, pues no se aprecia, en términos generales, un descenso de la mortalidad respecto a periodos anteriores. Es cierto que se mitigan las mortalidades catastróficas causadas por epidemias de breve duración y un alto índice de letalidad, y que la peste deja de afectar a España. Pero siguen dándose coyunturas de sobremortalidad, en relación con crisis de subsistencia, o como efecto del embate de enfermedades endémicas o de otros brotes epidémicos.
Varias crisis agrarias incidieron en un incremento de la mortalidad: la de 1704-1711, afectada por la Guerra de Sucesión y por las malas cosechas, siendo 1709 un año en el que, en opinión de Domínguez Ortiz, se padeció "un hambre terrible en casi toda España" ; entre 1762 y 1765, la mortalidad se elevó como consecuencia de la violenta crisis agraria de este período que desembocaría en los motines de 1766; y las dificultades de fines de los ochenta y las crisis alimentarías de los noventa también afectaron a la mortalidad.
Pero no fueron las crisis de subsistencia las que en mayor grado contribuyeron a mantener elevada la mortalidad. Enfermedades endémicas, como el paludismo, la viruela o el tifus, o enfermedades epidémicas nuevas, como la fiebre amarilla, tuvieron una mayor incidencia. El paludismo -- las llamadas "tercianas" -- mantuvo su elevada morbilidad en toda España, y muy especialmente en las llanuras litorales valencianas . Sólo el uso de la corteza de quina suponía un remedio eficaz, pero era un específico tan escaso que Cabarrús propugnó que el gobierno comprara en América toda la quina posible y la distribuyera gratuitamente "a todos los pueblos del reino". La viruela se propagó de tal modo en el siglo XVIII, que eran escasos quienes no la hubieran padecido en alguno momento de su vida. La polémica sobre la bondad o no de la inoculación como método profiláctico fue tan intensa en España como en el resto de Europa, pero la discusión impidió que el gobierno se decidiera por una política inoculadora hasta fines de siglo. El descubrimiento de la vacuna por Jenner en 1796 tendría, por el contrario, una fulgurante recepción en España, y ya en 1803 la monarquía organizó una expedición, dirigida por el Dr. Balmis, para propagar la vacuna a sus posesiones de ultramar . El tifus, debido a la falta de higiene en el agua potable y de un tratamiento adecuado de las aguas residuales, era una enfermedad extendida y muy activa, como también lo eran el sarampión, la tos ferina, la difteria, la disentería o la tuberculosis. El desarrollo de prácticas preventivas fue muy reducido, ya que la medicina avanzó muy lentamente y la asistencia hospitalaria era contraproducente, al desconocerse los mecanismos de contagio y carecer por completo de medidas antisépticas.
Los avances logrados en el XVIII para mitigar la mortalidad fueron, por tanto, escasos. A fines de la centuria, todavía la mortalidad infantil afectaba a un 25 % de los nacidos en el primer año de vida, ocasionada por la falta de higiene, alimentación deficiente o enfermedades, y este porcentaje aumentaba hasta el 35 % antes de los siete años, alcanzando porcentajes superiores al 80 % en las inclusas donde se depositaban los niños expósitos, como ha señalado Teófanes Egido .
La esperanza de vida de sólo 27 años, frente a los 25 años del siglo XVII, señala la modestia de las transformaciones operadas en los mecanismos demográficos en el setecientos español, y la pervivencia del ciclo demográfico antiguo, en el que la mortalidad tiene un papel determinante.